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Las cartas sobre la mesa

(Prólogo de Oleajes de la sangre)

Por Jotamario Arbeláez

Veintiún años después de muerto, ahora aparecen documentos que nos muestran a un Gonzalo Arango en plena cocina de sus negaciones futuras, pero cristiano primitivo de la cabeza a los pies durante su estación por la vida, incluida su etapa del nadaísmo en que se proclamó tocayo del Anticristo. En tal caso, su última interjección, cuando lo embistió el bólido de transporte intermunicipal que le rompió el cráneo, no habría sido ¡Mierda!, como lo sostiene su biógrafo nadaísta, sino ¡Dios mío!

Había nacido Gonzalo Adolfo en Andes, el 18 de enero de 1931; murió en camino a Villa de Leyva, el 25 de septiembre de 1976; fue enterrado en Medellín, en los Campos de Paz, y sus restos reposan hoy en una cripta a la sombra de un obelisco en el cementerio de su pueblo natal.

Desde su adolescencia sintió el impulso de cambiar el mundo por la mediación justiciera de la literatura. Se aisló de la turbamulta urbana y en la finca de su padre, «El Corazón», se encerró dos años en compañía de una calavera y un perro flaco a escribir una novela redentora, Después del hombre, de la que en su primera carta dice a su padre: «Yo no espero que el recibimiento a mi obra sea apoteósico, pero sí hará meditar y tentar al arrepentimiento. […] Mi voz no es más que esto: una súplica para que regrese el amor a la tierra».

La novela, por ende, sería un fracaso. Nadie la quiso publicar y ni siquiera terminar de leer. Los nadaístas tenemos la sospecha de que los originales reposan en poder de uno de sus amigos de entonces, editor y librero, quien habría sido uno de los enterradores de esta ópera prima revelada por el espíritu santo. En su última carta al padre, le comenta de su novela: «Sé de antemano que voy a encontrar una resistencia colosal en ciertos espíritus dogmáticos que no escuchan más que la mentira y la hipocresía. No importa que me rechacen, la vida siempre empieza más allá de toda negación». Con seguridad que si se publicara en estos tiempos de odio, en razón del tema y de la convicción ardorosa del artista, sería un éxito editorial.

Incursionó en la política en busca de mejores pastos para sus prédicas. Se dejó tentar a las filas del dictador Rojas Pinilla, llegando a clasificar como suplente para la Asamblea Nacional Constituyente. El tirano cayó, derribado por la oligarquía y los estudiantes. Se inició la persecución de «pájaros», asesinos del régimen y de regímenes anteriores y, por extensión, la de colaboradores del gobierno del general. Según él mismo cuenta, con evidente dramatismo, se salvó de la cacería de brujas escondiéndose en un sanitario de secretarias. De donde huyó al Chocó y posteriormente a Cali, en un autoexilio departamental que duró un año, mientras el país olvidaba su ingenua participación en la dictadura y a él le cicatrizaban las heridas del alma.

En carta a su mamá desde Cali, donde vivía en el desván del publicista Hernán Nicholls, le dice al respecto: «Yo, por mi parte, no volvería a darle mi apoyo y, por el contrario, no le perdonaré nunca ese fondo de inmoralidad que conocimos después de su caída y que tan maliciosamente nos había ocultado el velo oscuro de la censura». Y a renglón seguido, en paz con su conciencia por esta autocrítica, espeta su premonición revolucionaria: «… sé que vendrán días terribles de violencia y desesperación, muerte y hambre que harán sus víctimas en el pueblo, hasta que éste, cansado de padecer injusticias y miserias, se vengará de sus victimarios por medio de un levantamiento, hasta poner a naufragar en sangre toda la nación».

Como su «última oportunidad» funda el nadaísmo, el movimiento más atorrante que se ha dado sobre la tierra después de los hunos de Atila, de los antisemitas de Hitler y de la Violencia en Colombia. Pero afincado en principios de una honda conmiseración humana y un retorno a la dignidad de la existencia, ocultos tras el biombo de un anarquismo total. Lo conforma con jóvenes descarriados, bachilleres sin cartón, jugadores de billar, exseminaristas, a quienes insufla la pasión por la poesía, paralela con el irrespeto por todas las tradiciones, incluyendo a Dios, a la patria y a la familia.

A los 13 años de ininterrumpida beligerancia, en 1971, ante influencias espirituales cruzadas, y aparentemente arrepentido de haber conducido a toda una generación por el desfiladero, el «profeta» pretendió desmontar su invento, pero ya el nadaísmo era una institución sin retorno para sus seguidores más fieles. En vísperas de cumplirse los cuarenta años de la cofradía, sus integrantes continúan agitando sus consignas disociadoras del statu quo y fundadoras de una belleza insumisa, con Gonzalo Arango como bandera sin palo.

Gonzalo cultivó todos los géneros literarios, contando entre ellos el autógrafo y la mesa redonda. Fue periodista belicoso, pero también delicioso. Y un devoto escritor de cartas. En años pasados, Eduardo Escobar se propuso recopilar las cartas enviadas a los amigos, en el agotado volumen Correspondencia violada. Sumaron millares de páginas. El hombre tenía el don del insomnio y las horas en vela las entregaba a la correspondencia. De los textos de sus cartas sacaba ideas para cuentos y artículos. A sus aliados en Colombia y en el mundo los organizaba con sus sugestivos y envolventes mensajes. Con lo que gastó en estampillas comenzó a constituirse el edificio de Avianca.

Las cartas que contiene este libro, preciosas en todo sentido, nos esclarecen las motivaciones, las estrategias de lucha, los logros y los fracasos de Gonzalo, al relatar a sus padres y sus hermanos, con autenticidad y sinceridad increíbles, los avatares de su vida y de su obra. Mientras insuflaba a sus discípulos que había que acabar con la familia, él reportaba a los suyos el avance avasallante de sus ideas, con múltiples abrazos para sus sobrinos. Mientras denostaba en sus conferencias del concepto de patria, reclamaba para su sufrido país un espacio de respeto entre las potencias del cosmos. Y mientras se proclamaba profeta de la nueva oscuridad y ateo recalcitrante, dejaba sentado su amor por Jesucristo y su respeto por su doctrina de justicia y condescendencia. Consciente, desde los albores de su alboroto, de que allí estaba dejando sentada la huella de su paso por el desierto, le pedía a su madre que no destruyera sus cartas.

Cuando Andrés Nanclares me hizo llegar la primicia de estos documentos, los di a conocer en la Cátedra de Nadaísmo que adelanto en el postgrado de Literatura en la Universidad Javeriana. Lo que de allí se desprendía, no sin escándalo, era que Gonzalo Arango no había vuelto a Cristo en los últimos días de su vida, sino que nunca había salido de él. Se aventuró la hipótesis de que había propiciado una crisis de los valores, y aun de la Iglesia, para terminar imponiendo con más fuerza la presencia del Salvador y de las potencias del alma. Aunque algunos de los alumnos creyentes registraban complacidos esta sorpresa, para mayor gloria de Dios, otros, que habían entrado para beber en la irreverencia, se sentían confundidos por este ángel con piel de diablo.

Le comenté por teléfono a Jaime Jaramillo Escobar que Gonzalo Arango nos había engañado a todos con su credo de incrédulo, porque ante nosotros le rompía las rodillas a Cristo con martillo y con su hermana volvía muy piadoso a ponerlo intacto en su pedestal. El antiguo X-504 insinuó que a quien había tramado era a su hermana por respeto a su vocación misionera. ¡Quién sabe! Tal vez nos engañó a todos en aras de la Verdad.

Su amado maestro Fernando González, en Las cartas de Ripol, cuenta que «Nietzsche, una mañanita en Turín, enloqueció de envidia del Cristo, y escribió su última carta a unos amigos, carta loca, y firmó así: El Crucificado». En efecto, sus dos últimos mensajes así firmados fueron a Peter Gast y a Georg Brandes, y los transcribo como un himno de gloria a nuestro profeta. Dice el primero: «Cántame una canción. El mundo se ha transfigurado y todos los cielos se alegran». Y el segundo: «Después de que me has descubierto, no era una gran cosa el encontrarme; la dificultad es ahora el perderme…».

Aquí están las cartas sobre la mesa, bien claras, para quien no quiera llamarse a engaños. Recién sacadas del cesto de la familia. En esta correspondencia, que se lee como un río, está el poeta iniciado, el enviado y el portador del fuego purificador. Con sus anhelos coronados: después de su enclaustrada indigencia, cuando gestaba el movimiento y paría su manifiesto, saltó a ser líder de las nuevas generaciones en la época más convulsa e importante del siglo. Con sus dolores trascendentes y su íntimos aguijones: la muerte de su madre y de sus dos muy grandes amores: Inés Amelia y La Monja, de la que supo mantener el misterio más allá de la tumba. Con sus complicaciones de conductor de la tribu: las complicidades de complotados risueños y las disputas virulentas con los amigos.

Paco, Nena, Judith, Jaime y Amparo son los receptores de este testimonio escrito con deslumbrante lucidez y la más alta hermosura. El padre, que le había hecho prometer que «hagas lo que hagas, serás un hombre bueno». La madre, quien mientras asaba las arepas se atragantaba con sus complejas cogitaciones teológicas y vindicativas. Judith, a quien en sus delirios de fiebre y sufrimiento reafirma, como «la más honda y fuerte vocación de mi vida», la poesía. Jaime, quien se la pasó sacándolo de las inspecciones de policía y acorriéndolo en sus penurias. Amparo, la misionera insumisa, confidente de sus tragedias y comedias humanas y divinas y de sus interrogantes por el Abismo.

Había venido a suplicar para que regresara el amor a la tierra. Y a veintiún años de su muerte —y cuarenta de «su inventico»— mantiene vivo en el hogar el amor de los suyos, el de sus devotos amigos, conquistado como una victoria contra el olvido, el del mundo que terminará por cambiar gracias a su literatura y el de la juventud que cada día lo descubre como camino. Porque su dificultad ahora es perderse. Y no sigo, porque de pronto llega este libro al Vaticano, me hacen caso y lo canonizan.

Jotamario Arbeláez

Fuente:

Arbeláez, Jotamario. «Las cartas sobre la mesa». Prólogo en: Arango, Gonzalo. Oleajes de la Sangre: cartas íntimas del fundador del nadaísmo. Librería «La Pisca Tabaca» Editores, Medellín, 1997, pp. 5-10. Edición a cargo de Andrés Nanclares.

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