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Homenaje al silencio

Hoy puse fin a dos meses de errancia por el mar. Todavía mi alma se estremece con el júbilo del trópico y mis manos sudan el recuerdo de amigos y mujeres que amé.

Volver a este cuarto forrado de soledad y silencio es morir para aquel mundo de sensaciones en que el acto vital más puro era olvidar que somos razonables y que un día moriremos. Pues somos animales que participamos de la naturaleza de la flor y del fruto con esa fidelidad del árbol a la raíz, del ave al imperio del aire: “El hombre es un árbol invertido, sus raíces están en el cielo”.

Abro la ventana para contemplar la ciudad embalsamada en luz y niebla y la tarde que agoniza. El frío es punzante, de cuchillo, pero mi piel se defiende con la coraza dejada por el sol y el mar. La tristeza de este atardecer es romántica, y un viento atracador deshoja los árboles del parque; los pájaros emigran lejos de cláxones y ruidos hacia el silencio.

No me atrevo a despertar de la felicidad reciente que hoy me parece un sueño. Sería una inmensa desdicha saber que ese sueño ya no existe. Y sin embargo, era necesario que terminara. ¿Cómo rendir los ardores del verano en el seno de esta tarde melancólica sin ser sacrílego?

En la nostalgia de esta palpitación del sol que se extingue, el perfume del cerezo y la onda de luz que me acaricia, comprendo que la felicidad no es mi reino, que existe algo mejor que la felicidad: el suplicio de ser creador.

Todo aquello que amé y viví hasta el delirio me ocultaba en su esplendor mi verdadera vocación: ésta de no poder vivir sino forjando mis sueños en el yunque de la soledad. Mi alma, sin duda trágica, debe gozar secretamente los deleites sutiles del sufrimiento. No soy consciente de esta debilidad de mi naturaleza, pero me niego a alumbrar el misterio con la lámpara mágica del psicoanálisis. Qué sería de mí si no fuera asaltado por el terror para excitar mi espíritu a la creación. Sólo sé que huyo de los dioses felices para entregar mi espíritu a las tinieblas creadoras. De ella surjo iluminado por la llama oscura del arte a la conquista de mí mismo y del mundo.

Recuerdo que regresé de lo más feliz a lo más desesperado; de esa alegre irresponsabilidad que inspira la naturaleza, a la responsabilidad de ser creador. Ensayo sobre las teclas furtivos pensamientos o nostalgias, pero mi máquina se resiste a la vieja caricia literaria. El ocio la oxidó, yo también me oxidé en la felicidad y el abandono. Me digo con angustia que hay que empezar de nuevo, partir del olvido, embarazarme, vencer esta impotencia con el silencio.

No sé qué decir, resbalo, zozobro al elegir las palabras, me pierdo en la libertad. Tal el desconcierto que me produce esta hecatombe de sol en la piel, nulo para los ardores del espíritu, purificado por las violencias del trópico, pleno de amor y de embriaguez... Y más tarde, harto del placer y la voluptuosidad del mar, darme sereno a la contemplación del cielo, y oír el susurro de la sangre encendida por el verano.

Divorciado de mi alma por la felicidad, debo reconciliarme en una tregua de dulzura melancólica en que ahorraré por igual la desesperación y la esperanza. Cederé un tiempo a la nada hasta que la ansiedad y el recuerdo cesen de atormentarme. Abandonar el espíritu a un reino neutro de emociones hasta alcanzar ese limbo donde toda tensión se amansa, toda furia se apacigua, lo mismo las del corazón que las de la mente.

Ya casi sube hasta mi ventana la fría noche de enero. Allá lejos, contra el muro, me contemplo como una sombra que me proyecta y me niega. ¿Qué haré de mi vida este año? La pregunta es dramática, pero más dramática es aún mi indiferencia por el porvenir. Me siento abatido por una inercia infeliz, embrutecido.

En esta antesala de la noche, como todos los eneros de mi vida, me asalta la inquietud del destino: ¿qué hacer? ¿Qué rumbos elegir? ¿Cuáles las palabras o los posibles rostros de la verdad? Este terror me desangra. Ahora mismo estoy tentado de renunciar al coraje y claudicar mis luchas en los fulgores fríos de esta luna naciente que evocan mi errancia por el río Cali, las tibias colinas de Medellín, el fulgor plateado de las mareas del Atlántico cuyas olas de espuma lunar mecían mis sueños en Tolú, o me empujaban a la locura de los besos en Cartagena, rones y cumbias en La Boquilla en una orgía de estrellas besando la pánica belleza del mar.

En cuanto a mí, sé que soy de este planeta, capital del dolor, y no eludo ese grado de responsabilidad y milagro que me une entrañablemente al recuerdo y al destino del mundo: una mujer; el puñado de polvo donde una flor realiza su prodigio de color y de aroma; el silencio donde un pájaro canta su melodía; el coraje y la ilusión de los hombres para fundar al fin la patria de sus sueños de libertad y justicia.

Entonces pienso que este terror de expresar el destino no es ajeno a los conflictos del artista: la sensación de duda y desamparo en cada mañana el pan de su vida, el trágico alimento de su oración y su delirio.

Gonzalo Arango

Fuente:

Arango, Gonzalo. “Homenaje al silencio”. En: El ensayo en Antioquia. Selección y prólogo de Jaime Jaramillo Escobar. Alcaldía de Medellín - Secretaría de Cultura Ciudadana / Concejo de Medellín / Biblioteca Pública Piloto, 2003, p.p.: 462 - 464. Publicado originalmente en Cromos (2.623), Bogotá, 19 de febrero de 1968, p. 58.

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