La rebelión estética
Para un nadaísta la estética es una trampa de ratón: hay que saber elegir la forma de roer el queso sin quedar atrapados. La libertad estética es, quizás, el único valor fundamental que “rige” en la literatura de los nadaístas. A partir de este derecho absoluto que inspira nuestra creación, todo es posible, puesto que para nosotros no existe la verdad, ni la belleza, como categorías absolutas. La libertad es un fin que nos une en la aventura literaria, pero el uso de esa libertad es un medio que nos separa, que nos lanza a la soledad para conquistar nuestra individualidad artística.
El Nadaísmo no es una “escuela literaria” en un sentido estricto y escolástico, lo que no supone que su proyecto esencial sea la estética. A pesar de que la contiene, desborda ese presupuesto hacía implicaciones de otro orden, sobre todo en el orden de la vida cotidiana y de una actitud existencial ante el mundo. Dentro de sus posibilidades absurdas, un general, un presidente, un banquero y un bandido pueden ser nadaístas, aunque en un plano más místico y delictivo lo sean el poeta, la ramera y el santo.
Por eso, para no limitar las aspiraciones de liberación del ser humano, el Nadaísmo se abstuvo de formular una estética, de instaurar al espíritu un nuevo régimen de coacciones morales, y al arte nuevos esquemas preceptivos. Ante todo, su propósito fue ofrecer un ámbito desintoxicador, ser un movimiento de expansión para el libre desarrollo de la vida, de sus impulsos y sublevaciones. Irrumpir como en un asalto en el umbral de la nueva vida y secuestrar a los inquisidores de la ciudadela de la conciencia, para que el hombre retomara libremente en sus manos eso que le era ajeno: su propio destino.
Postular una estética como finalidad de esta explosión revolucionaria que iba a poner en duda todos los absolutos de la cultura y de nuestra humanidad, habría sido degollar la gallina de los huevos de oro para fabricarnos un abanico con sus plumas. Pero esto es sólo un símbolo. Lo que quiero decir es que nuestra sed no se saciaba en los espejismos encantadores del oasis, olvidando el desierto que nos rodeaba, y que éramos nosotros mismos. El Nadaísmo se negaba a ser una capilla literaria para que unos cuantos poetas dementes fueran a postrarse en el altar de Minerva a rendirle los frutos esotéricos y quejumbrosos de una bilis amarga.
En lugar de ese idealismo bilioso, la sublevación nadaísta tomaba del arte sus armas, pero el combate empezaba más allá de su reino, en las asperezas de la realidad y de la vida; del hombre en sus relaciones con la historia; del hombre con su destino. Quiero decir: en su ansia de hacer infinitas las posibilidades del ser, al Nadaísmo no le bastaban la eternidad ni los consuelos bien estoicos de los valores estéticos. Prefería jugar su aventura en el peligro y en el terror de la inmanencia, no para ganar un símbolo de inmortalidad, sino para ganar su vida.
De ahí que nuestra estética se identifique más por sus diferencias que por sus semejantes. En el campo de la libertad y la creación: ¡sálvese quien pueda! Cada cual está en su derecho de aliarse con el diablo y podrirse bajo la sal del cielo. Para un nadaísta, haga lo que haga por su salvación, todos los caminos lo llevarán al infierno o a la locura, porque él se perderá en sus contradicciones como ese pobre doctor Faustroll —el personaje de Jarry—, quien inventó la Patafísica para cambiar el universo.
Los nadaístas no pretendemos una hazaña semejante, y sólo haremos lo posible por cambiar nuestra vida y la de nuestros contemporáneos. Y si encontramos que realizar lo imposible es un sueño, despertaremos de ese sueño y no nos mataremos. No daremos a la humanidad el placer masoquista de nuevos mártires, ni el pretexto para fundar idolatrías nuevas con poetas redentores. ¿Para que la redención? ¿No será la redención el otro lado cristiano de la cruz, más insoportable y terrible aún puesto que ya no habría esperanzas?
Los nadaístas rechazamos la cruz de toda servidumbre y renunciamos a la redención. La vida nos basta como libertad y suplicio. Y en cuanto a la estética, no te atormentes por esa futilidad, no hagas de la estética un dolor de estómago. El mundo es bello y maravilloso una vez más, quizás por última vez, y sólo nuestra vida es nueva bajo el sol. Baja por los desfiladeros a los abismos de la belleza, y asciende por todos los sueños a la otra orilla de la realidad. Nunca encontrarás más que a ti mismo y a tu eterno desencanto, pero embriágate, asómbrate, enloquece de estar vivo, y cuando llegue la muerte, dale una patada en el trasero: esa patada es nuestra estética, y además nuestra patafísica.
Como decía don Blas: No hay verdad, sino la vida absurda que mueve sus orejas de asno.
Con el Nadaísmo la literatura entra sin permiso en el umbral de lo prohibido y lo fantástico. Con su libertad reconquista su independencia vulnerada por la lógica y la moral. Con su demencia reivindica su razón de ser, y su irracional esplendor.
Fuente:
Arango, Gonzalo. “La rebelión estética”. En: De la Nada al Nadaísmo. Bogotá, Antares / Tercer Mundo, 1966, p.p.: 24 – 26. Transcripción por Jefferson Sanabria.