El 25 de septiembre negro
Por Jotamario Arbeláez
A los poetas del
Encuentro Hispanoamericano.
Gonzalo Arango quería a mi padre como si fuera suyo y mi padre a Gonzalo como si fuese yo.
El fue el único padre de nadaísta que no anatematizó al ‘Profeta’. Lo invitaba a comer a nuestra casa de las agujas en el barrio Obrero, y se ponía el corbatín para salir con nosotros a caminar por Cali, donde a cada paso teníamos quo soportar “él homenaje indignado de los energúmenos”.
A mi padre se lo comió un cáncer en un santiamén, en el 75. Viajé a pasar con él los días de su moribundia, oyéndole contar cuentos de la edad de oro de la violencia colombiana y de cómo había sobrevivido a su liberalismo. El día que se iba a morir se despertó muy temprano, le dio a mi mamá la libreta de ahorros para que sacara el dinero justo del funeral, habló uno por uno con todos sus hijos para dejarles instrucciones, posó para la última foto, y en los postreros dolorosos instantes le dije:
—“Papá, yo tengo conexión con una secta de espiritistas que me pueden poner en contacto contigo dentro de un año, para así saber al fin de cuentas cómo es la tal vida después de la vida”.
El frunció el ceño y muy severamente me dijo:
—“Averigüe bien que eso no vaya a perturbarme, porque qué tal que uno esté bien sedita, cuando comience a sentir que lo halan con esas odas espiritistas. Más bien olvídelo, mijo”.
Le concedí razón pero le reclamé en última instancia:
—“Papá, hoy es 25 de septiembre. El 25 de septiembre del próximo año hazme por lo menos una señita. Su alma salió por la ventana”.
En ese momento sonó el timbre de la puerta. El cartero me entregó un mensaje de Gonzalo Arango a mi padre, de despedida: “La vida no es más que una mala sastrería. Morir es cambiar de traje. Hasta lueguito, don Chucho, ahí nos vemos”. Lo vestí de saco y corbata, como a él le gustaba para viajar, y en el momento de enterrarlo dejé sobre su corazón la carta del ‘Profeta’.
El día anterior al cabodeaño, en la casa de Eduardo Escobar coincidí con Gonzalo y con Amílcar U, fundadores del nadaísmo por muchos años distanciados y en ese momento haciendo las paces. Le dije a Gonza que viajaba a Cali al aniversario de papá, y que había ordenado publicar en Occidente copia de su carta como homenaje fúnebre. Me besó la mejilla y se hundió por esas calles de Dios hacia el Bosque Izquierdo.
En la misa de aniversario en la iglesia de San Fernando, el 25 de septiembre del 76, a las tres de la tarde, hora de su deceso, y mientras recordaba mi petición a papá de que me hiciera una señita para saber si uno no desaparecía per secula seculorum en el más allá, entró por la puerta lateral de la iglesia mi tío Emilio todo despelucado y se acercó para decirme:
—“Siento mucho, mijo, pero por la radio están dando la noticia de que su amigo Gonzalo Arango se acaba de matar en la carretera de Tunja”.
¡Bonita señal, papacito!
Fuente:
El Tiempo, lunes 26 de septiembre de 1994, página 7E.