Las bodas sin oro
Por Jotamario Arbeláez
Creo que este ha de ser uno de los últimos artículos que escriba sobre el nadaísmo como movimiento de vanguardia en un país tan retrógrado que se vuelve sospechoso estar vivo. El que subsiste, debe haberle vendido el alma al diablo, al Gobierno o al crimen.
Y digo de vanguardia, porque la vanguardia quedó atrás, con nosotros: una generación de la que ya se fue la mitad menos uno, y la otra mitad no sabe qué hacer con el aliento restante. Nos aburrimos de mantener la hegemonía de la protesta extrema sin garrotazos, y la propuesta radical de un cambio de todo, incluso de la manera de cambiar. Única opción para que todo no siga igual. Aplicamos el terrorismo verbal en manifiestos que nos condujeron al consejo verbal de guerra, y que leídos ahora —después de terrorismos tan demenciales— son considerados ingenuidades de cocacolos. Precisamente porque curamos al país de espantos.
Fatigamos la ofensa y giramos a la sátira y al sarcasmo. No por remacharnos en la oposición a un estado aberrante de cosas, que lo único que hace es legitimarlo. La misma Piedad Córdoba —con todo y sus pataletas— y el señor Polo y hasta la espesa guerrilla le hacen el juego democrático al sólido emperador de las masas brutas. Porque la democracia bendita eres.
Nos siguieron con entusiasmo los jóvenes, empeñados en volver añicos el mundo que los asfixiaba. En 50 años, lo único que nos ha sobrepasado es la violencia, con su número atroz de víctimas.
Pero ningún movimiento, ni cultural ni de masas. No hubo un solo líder intelectual que nos pusiera la pata, generacionalmente, porque individualmente tampoco, con la aislada excepción de nuestro anunciado Gabo, que aplastó a todos. Él ganó el Nobel, y nosotros recibimos los garrotazos. Menos mal que al final de cuentas, y en el tiempo presente, por parte de los más espurios de los contrincantes. Poetas que se las tiraron de críticos para descalificar a los otros y colocarse en el ranking. Los pesados de Cobo Borda, que por lo menos tiene cierta prestancia, y otro ente para poético, de quien no tiene el idioma castellano adjetivo lo suficientemente despreciable para calificarlo en justicia.
Cobo, quien es considerado el poeta bogotano del siglo XX por los enemigos de la capital, declara en entrevista a Margarita Vidal, que los nadaístas estamos desenmarcados del horizonte intelectual por haber sido de familias pobres, provincianos, y hasta seminaristas algunos. Y lo decía con la boca llena en medio de su inimaginable biblioteca de 25 mil tomos, ¡orgullo del señor Buchholz! Y que nuestros poemas no pasarán, como supone que sí lo harán los suyos, próximos a publicarse bajo el baboso título de La patria boba. No creo que valga la pena contestar lo que más que una ofensa significa un reconocimiento a unos poetas de provincia que desde el 1970 se tomaron la capital sin otro capital que sus versos. Aquí formaron una trinca burocrática y burocrítica Cobo y Jaramillo Agudelo para no dejarnos pasar, cuando ya habíamos pasado a manteles con la burguesía, que en cuanto más la atacábamos e insultábamos más honrada se sentía de invitarnos a sus casas a que vomitáramos sus alfombras y disfrutáramos de esas otras tantas gabelas —tal vez sugeridas por la película Teorema de Passolini—, sólo permitidas al ángel exterminador.
Con 50 años encima como un paraguas con pararrayos, podemos darnos el lujo de rebotarles la batería excrementicia que nos disparan. Que fuimos malos poetas. ¡Pucha! Dos flatos diciendo fo. Puede que no hayamos sido los mejores todos los nadaístas, pero con toda seguridad que fuimos los más listos y los más divertidos. Y los que más nos hemos gozado esa vida que a ellos se les acaba. ¡Qué pena! Reciban de antemano nuestros ramos de noteolvides. De cualquier cosa moriremos nosotros, menos de dispepsia o resentimiento, tan malas consejeras para la pluma. Después de 50 años, el nadaísmo podrá morir. Pero prepárense para la inmortalidad de nuestros gusanos.
Fuente:
Periódico El Tiempo, miércoles 27 de agosto de 2008.