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Simón González

Simón se llama Simón como Bolívar.

Simón es hijo de su padre Fernando González: ¡el maestro!

Simón nació cuando su padre estaba enamorado del Libertador, a quien le escribió un gran libro. Según parece, no le bastó el homenaje de su espíritu, aun le quiso rendir el de su sangre, el de su hijo: por eso Simón se llama Simón.

Algo más: Fernando González, el único filósofo original de esta Gran Colombia, dedicó otra de sus obras a Juan Vicente Gómez, el dictador venezolano. Ese libro se llama Mi Compadre. ¿Saben por qué? Porque el dictador Gómez fue el padrino de Simón González. Esa es la razón.

El dictador y el filósofo se admiraban entrañablemente, eran ramas originales y potentes del mismo árbol emancipador que sembrara don Simón sobre los Andes. Así, en las batallas y en el espíritu, el Libertador y el escritor tejían la misma red para rescatar del caos esta abrupta geografía política sin orden ni dirección, la que Bolívar independizó con la espada, a la que Fernando González dio una razón de ser espiritual. Eran dos místicos de la libertad, dos profetas del despertar de América a la conciencia de Nuevo Mundo.

Pero aquí no se trata del padre, que ocupa un inmenso imperio en el corazón y en el espíritu de nuestra juventud. Se trata del hijo, de Simón, nuestro contemporáneo, que existe por sí mismo, sin hipotecas a los méritos del maestro.

Naturalmente, a Simón lo conocí en Otraparte, Envigado, a través del Maestro, quien me lo presentó. Su padre lo admiraba por su inteligencia, su dinamismo creador, su generosidad. Porque Simón es algo así como un poeta-empresario, un poeta de la acción.

La primera impresión que me produjo es la misma que tengo hoy: taciturno, silencioso, devorado por un fuego interior, padecedor de una sed extraña. Un hombre que se bebe intensamente esa sed, sin nunca apaciguarse. Sí, un desesperado que no logra la total reconciliación entre su ser y el mundo; que no se integra a la realidad de un mundo que es la negación misma de sus ideales humanos. Pero no se rinde porque es esencialmente un rebelde; pero no claudica porque es esencialmente un guerrero. En una palabra, un humanista. Y quienes así son no se hacen muchas ilusiones de que éste es, como dijeron los filósofos, el mejor de los mundos posibles.

Aun así, este espíritu guerrero ha hecho de la lucha un fin, una razón de ser de su vida, y no ha cedido a las tentaciones del nihilismo. Al contrario, ha aquilatado su terrible fe en los hombres, en su destino, en las potencias armadas del espíritu para triunfar sobre la ignorancia, la miseria y la infelicidad.

Para luchar por estos ideales de amor y perfección, buscó un campo de batalla específico, algo que podría ser equivalente a la paz armada. Su trinchera es un escritorio, una oficina austera en un décimo piso de la carrera 9a. N°. 16 - 21, donde me espera para leer el prólogo que acabo de escribir para Viaje a pie, la obra del maestro que está reeditando Tercer Mundo.

Allá es Incolda. Pues olvidaba decir que Simón es González es gerente de Incolda en Bogotá.

Aunque a mí me disgusta el término sofisticado de ejecutivo, Simón es más o menos eso. Pero no un ejecutivo de postín, de figuración, ni de coctel. Es realmente un ejecutivo que trabaja, que organiza un conjunto de ideas, de fines, y los pone a funcionar con la perfección de un engranaje. No sólo con una perfección técnica, sino con una pasión enamorada, dejando en cada acto lo mejor de su vida.

Si pienso en él, en lo que me dijo, en su fervor, veo que no basta solamente hacer las cosas, sino que es necesario hacerlas con amor, prestarles un alma, para que esas cosas perduren y sean “eternas”; para que el acto cotidiano participe de la sustancia de la poesía y la oración. En este sentido, la poesía deja de ser palabras, literatura, se materializa en vida, en fuego que arde y purifica, que realiza un alto destino humano en la tierra.

Viéndolo actuar, dirigir “su” empresa como una obra donde cada uno de sus subalternos es jefe de sí mismo y responsable de todos, pienso en el sabio consejo que le dio el zorro al Principito: “Solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos. Cada uno es responsable de aquello que ha domesticado...”. Como el Principito era de otro planeta no entendió las palabras del zorro.

—¿Qué significa domesticar? —preguntó el Principito.

Significa crear vínculos —dijo el zorro.

—El Principito seguía sin entender ese lenguaje. Volvió a preguntar qué significaba “crear vínculos”. El zorro le explicó así: “Tú no eres para mí más que un muchachito y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy yo para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, como yo lo seré para ti...”.

Pues bien, este símbolo poético es lo que Simón González realiza con inmenso amor en Incolda, una sigla técnica que significa Instituto Colombiano de Administración: crear vínculos de amor y comprensión entre los hombres.

No se asuste, no sea impaciente, no me ofenda pasando su inquietud de lector para los chistes de “Pepita” o las cretinadas de Aliocha en la “Ultima página”. Le voy a explicar:

A primera vista, Incolda es una sigla ardua, presumida, que sugiere una vaina trascendental, sin la cual no hay salvación. Pues no, se equivoca. Lo que pasa es que esta manía de las siglas nos trae locos, ya uno no entiende nada, por ejemplo distinguir entre un espía de la IBM y un jefe de tabulación del FBI, que fue lo que le debió pasar al maestro Jorgito Zalamea, quien en su tremenda confusión intelectual ya no sabe distinguir entre un play boy y un long play, por lo cual ya le perdoné la ofensa que me hizo, pues me dijeron que un día fue a un almacén de discos a cobrar los derechos de autor de su play boy El sueño de las escalinatas. El quería decir otra cosa, pero de todos modos le entendieron que iba por su chequecito. La culpa no era suya desde luego, sino de las malditas siglas, que es una vieja manía de la humanidad para simplificarlo todo. Fíjense que hasta la Redención más vieja del mundo nos llegó en una sigla. ¿Recuerdan la tablita del Monte Calvario?

Pues bien, Incolda es más o menos el Inri del siglo XX: una sigla que resume un humanismo del más puro y genuino espíritu cristiano: redimir al hombre de todo aquello que lo esclaviza, la tiranía de la ignorancia, la pobreza, la enfermedad, la inutilidad, el envilecimiento.

La belleza y la grandeza de esta empresa redencionista radica en su desinterés, el idealismo que la inspira. Pues Incolda no depende ni pretende fines políticos, económicos, religiosos, ni de otra índole. Su preocupación única es mejorar en cada hombre su condición humana y social; honrar la patria en cada uno de los colombianos; en cada colombiano el desarrollo espiritual y material de la humanidad.

Eso me dijo Simón, y yo le creo, porque es un hombre de fe.

Estela vino y nos ofreció un café. Ella es la secretaria de Simón, pero también un ángel, si los ángeles fueran inteligentes. Es bella además, y así la vida en Incolda es color de rosa. Para aprovechar esta pausa de belleza leímos el prólogo de Viaje a pie, y Simón dijo emocionado: “Es maravilloso. Margarita se va a poner feliz”. Margarita Restrepo es la mama de Simón; la mujer, la compañera inmortal de Fernando González, la hija del presidente Carlos E. Restrepo, mi amiga del alma. Dije: “Si ella se pone feliz, entonces no he traicionado al maestro en este prólogo, y sólo por eso será bello. Ojalá le guste...”.

—Le gustará —dijo Simón—, eso no es un prólogo sino el pensamiento vivo de mi padre, para que la juventud lo ame como él la amó.

—Simón, qué es Incolda, para qué sirve, qué hace... hagamos su “biografía”.

—¿No te aburre?

—No, me interesa.... Toda esta gente que te rodea, que trabaja aquí es maravillosa, parecen hechos a tu medida, del fuego que tú amas.

El se sonrió con una modestia de hormiga. No es petulante ni vanidoso, no ostenta sus triunfos como méritos personales, sino con espíritu de unanimidad. No reclama nada para sí: Incolda es una aventura espiritual creada por todos; desde el gerente hasta la humilde barrendera. Cada uno manda, pero también cada uno obedece. Mejor dicho, allá solo “manda” el espíritu del amor, la voluntad creadora.

Eso mismo que ellos aprendieron de Simón González es lo que enseñan:

—El amor —dijo Simón— es el principio y el fin de la vida.

—El amor es la razón de ser de un hombre.

Dar amor es la única forma de sentirme importante, vivo, es decir, necesario.

No sé cómo explicarte qué es Incolda... Bueno, es esto: Incolda es amor. Tú me entiendes...

—Sí, lo que está fundado con amor, es esencia poética de todos los actos humanos. Es el mismo sentido de las palabras de Saint-Exupery: “Sólo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible para los ojos”.

—Eso es bello, es verdad. Está dicho todo.

—De acuerdo, eso define la “filosofía” de Incolda, digamos su espíritu, pero hay algo más, la acción... el origen, el desarrollo, las formas prácticas y “visibles” en que opera esta filosofía sobre la realidad social colombiana.

Bueno, hagamos un esfuerzo en favor de lo concreto... Empecemos por el origen: Incolda nació en 1959, en Medellín y Bogotá simultáneamente. Se fundó casi de la nada, con un capital de cien mil pesos. Eso apenas alcanzó para poner en marcha la idea, para decorar materialmente el escenario, digamos así...

En realidad, el dinero no era importante, sino el valor humano y social de la empresa, los ideales que inspiraron su fundación. Esos ideales son muy prácticos, sin utopías. Fueron pensados por hombres prácticos, por hombres que luchan y trabajan sobre la realidad del país: los industriales.

Incolda no persigue lucro, porque no es una empresa económica, sino una institución educativa para servir a la sociedad.

Incolda está financiada por las empresas para capacitar técnicamente, socialmente, y humanamente a su personal. Las empresas se afilian pagando una cuota inicial y una cuota de sostenimiento en relación a los beneficios que reciben. Esas empresas afiliadas no influyen en ningún sentido sobre el carácter y la organización de Incolda. Su cuota de sostenimiento sólo les da derecho a ofrecer a su personal la educación que les brindamos, por medio de cursos, conferencias, una enseñanza práctica en diversos campos de la actividad humana y profesional.

Incolda es, pues, una organización independiente que sólo obedece a sus propios fines, sin intervención externa de ninguna clase, ni del Estado, ni de las empresas que la financian, ni de ninguna ideología particular. Por lo tanto, el personal que asiste a Incolda está formado por grupos humanos que económica, intelectual y políticamente pertenecen a todos los estratos de la sociedad: desde obreros, campesinos, policías, comerciantes, secretarias, industriales, hasta sacerdotes, banqueros, gerentes, militares y monjas...

En cuanto a los cursos son variados y de distinto grado, de acuerdo con el oficio y el nivel cultural de cada grupo. Esos cursos son preparados escrupulosamente por especialistas, y están orientados a una eficaz asimilación en la vida y la profesión de cada ser humano, mediante sistemas modernos de comunicación, métodos audiovisuales muy ilustrativos para la comprensión del mensaje.

Los temas educativos que desarrolla Incolda comprenden muchos aspectos de la vida, el trabajo, la cultura, la sociedad, las relaciones humanas en el mundo moderno, y están orientados a la comprensión y solución de los tremendos conflictos que afligen al hombre actual. Por ejemplo ahora estamos ofreciendo un curso que comprende cuarenta temas: “Cómo vivir mejor”, cuya preparación fue encomendada a expertos en cada materia, y su elaboración duró años de intenso trabajo. He aquí algunos aspectos del curso “Cómo vivir mejor”: “El hombre y la libertad”. “La mala suerte no existe.” “Enfermedades venéreas.” “El hombre y la máquina.” “Cómo ocupar el tiempo libre.” “Los derechos del hombre”...

—Oye, Simón, ¿puedo fumar un cigarrillo?

—Sí, claro, en Incolda queremos que todo el mundo se sienta bien, que no se cohíba por nada, que aprenda con placer... Aunque tú no debes creer en esto.., te hago perder el tiempo.

Es que estamos en la penumbra de la sala de proyecciones mirando los filmes que ilustran los temas de “Cómo vivir mejor”. Pero Simón se equivoca, no estaba perdiendo el tiempo. Aun yo, que soy hombre de poca fe, aprendí cosas que no sabía, digamos, cómo atacar una tisis a tiempo, o cómo evitar el contagio de enfermedades venéreas. Yo creí que bastaba no ir a ciertas casas con farolito, pero no, el problema es más endemoniado, no es suficiente ser casto, les comunico que eso se puede pescar en el baño de un salón de té, en una piscina, y hasta en un bingo. Total que uno sale de Incolda muy asustado, con el bolsillo lleno de fórmulas para prevenir enfermedades mortales como la tuberculosis. En cuanto a mí, ya sé lo que debo hacer cuando me tome un trago con un poeta romántico, esos que tienen cara de treponema pálido, que con solo leerles un soneto hay que salir corriendo para el laboratorio a un examen de sangre y pulmones, no sea que el poético treponema se nos meta al alma y nos haga la vida invivible.

Como ve, Simón, algo aprendí: que en principio no hay que leer a Julio Flórez, pues aun muerto sigue haciendo estragos en la salud de sus pacientes.

La bella Estela vino a renovarnos el café, y de paso a deslumbrarnos con su presencia. Simón preguntó la hora. Su secretaria dijo que eran las siete de la noche. Su jefe protestó.

—Pero, Estelita, ¿por qué no se ha ido?

—Porque me di cuenta que a Gonzalo le encanta el café, y me quedé para preparárselo.

¿No es un ángel esta secretaria? ¿Me quedo mudo o le echo una flor? En realidad nunca sé qué decir en estos casos, en eso no me parezco a don Camilo que es un as para decirle flores galantes a las mujeres. Al menos en este asunto de la “floristería” envidio mucho el romanticismo decadente de mi sub-jefe, que es un perfecto Rubirosa subdesarrollado.

Bueno, lo único que se me ocurrió decirle a Estela fue esto:

—Gracias, niña, usted tenía que ser la secretaria de Simón González.

Ahora que lo pienso no fue una flor tonta, era el mejor elogio que podía hacerle, el elogio que se merecía.

Este reportaje debería terminar aquí, es un bello final. Pero resulta que apenas son las ocho de la noche, y Simón me invitó a tomar un trago en su apartamento. Acepté, aunque al otro día tenía que madrugar para San Andrés, y quería dejar listo este reportaje. No fue posible. Por esa razón, lo escribo dos meses después, y aquí hay otras notas tomadas al azar, bebiendo ron de Jamaica:

—Incolda —dijo Simón— es una empresa financiada por los que más pueden, para los que más la necesitan.

Incolda no es caridad ni paternalismos, no damos limosna; el fin de Incolda es dignificar al hombre por el solo hecho de ser hombre, para que él mismo se sienta importante en el mundo, y útil a la sociedad en que vive. No es caridad, es justicia.

Un hombre que se desprecia, o que se siente inútil en la vida, es un enemigo de la sociedad, un criminal en potencia. Incolda quiere enseñar que un hombre, que todos los hombres son importantes y útiles a la vida y a la sociedad. Esto lo puede demostrar un hecho: que lo que se fundó con amor y con cien mil pesos hace ocho años, hoy tiene un ingreso de seis millones que se invierten totalmente en la educación de la gente. Este progreso de Incolda en el orden económico, es elocuente de su progreso en el orden espiritual, de que no hemos arado en el viento...

Después de cinco rones de Jamaica, vino una amiga y nos alegró la reunión. Una mujer donde esté hace una fiesta, su presencia es una fiesta. Los hombres somos unos atarvanes que no sabemos vivir, todo lo arruinamos con la razón: la alegría, la embriaguez, el apetito. Nuestra inteligencia, sin el calor de una mujer al lado, es un páramo, un inmenso desierto de trascendencia y aridez. Esta muchacha nos frivolizó con su belleza, nos salvó de Incolda y de su gerente que ya se estaba poniendo muy sombrío, insoportablemente taciturno.

Entonces, este joven y austero ejecutivo se puso a poetizar sobre el mar, sobre la isla de San Andrés donde un día se piensa ir a morir el resto de su vida, donde es feliz hasta la locura de la libertad.

Como él sabía que al otro día me embarcaba para la Isla, me dijo:

—¿Te pido un favor?

—Dilo.

—Tú eres como mi hermano, pues mi padre era como tu padre. Yo sé que Camilo quiere que escribas un reportaje sobre Incolda. Eso a ti no te interesa, no es un tema como para ti. Entonces, te pido que no lo escribas, olvídate del asunto, no quiero que te sientas obligado conmigo por tu amistad con mi padre. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo

Esa noche terminamos bailando go-go en El Infierno. Allá supe que Simón González no sólo es un ejecutivo, sino también un bailarín estupendo, un gerente de la generación de Juanita Banana y de Lupita mi amor.

Cuando nos despedimos me deseó feliz viaje, y que no olvidara saludar a su amigo Guillermo Cabo.

No lo olvidé. Incluso, recuerdo lo que me dijo Cabo:

—Ese Simón cuando viene a San Andrés se enloquece de felicidad. Una noche se bebió una botella de ginebra, y se fue a bailar Zorba a la luz de la luna... en plena playa.

Bueno Simón, perdóname este reportaje, y espero que no te echen del puestecito por lo de Zorba y por irte con nadaístas a bailar go-go en El Infierno. Tú vas a pensar que soy un traidor por incumplir mi promesa de no escribir este reportaje en el que don Camilo tenía puestas todas sus complacencias. Si me preguntas por qué lo hice, te diré: lo escribí porque yo nunca escribo por compromiso.

O como decía Lawrence, mi maestro: ¡Toda obra nace por pasión en mí, como los besos!

¿Okay?

Gonzalo Arango

Cromos N° 2.593. Bogotá, julio 3 de 1967, pp. 58 - 63.

Fuente:

Reportajes, Vol. 2. Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, octubre de 1993, pp: 74 - 84.

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