Amílcar Osorio y
Gonzalo Arango (circa 1958)
Gonzalo tenía lecturas abundantes y bien puestas, no como adornos de plumas para exhibir en el juego de salón de las vanidosas erudiciones de nemotécnicos, sino como experiencias vividas, vivenciadas como savias, más notables porque no se dejaban notar. Pueden rastrearse a través de su trabajo literario, sobre el cual chorrean y se ensamblan. Muy pocas veces hacía citas ni se refería a libros ni sustentaba sus obsesiones en autoridades vivas ni muertas. Las lecturas, la cultura, estaban hechas vida, la piel y la conducta. Amílcar era, según sigo creyendo, el más inteligente, y el más indolente también, con una ilustración refinada para el medio de la edad, que abarcaba Ronsard, Hölderlin y Proust, la nueva novela francesa; hacía parodias de Butor y Robbe Grillet; traduce a Nabokov; experimenta idiomas inventados, sonidos. Gonzalo es más instintivo. Ambos tienen el mismo aire salvaje y pueblerino y saludable, aunque Amílcar se peina como la Sagan y parece un carnero y a pesar de la pose de lejanía misteriosa de Gonzalo. Predican la enfermedad, el vómito y el vicio aunque no han pasado del humilde Pielroja, la cafeína y el ron de las tiendas de esquina. Gonzalo se desentiende definitivamente del derecho y la política. Amílcar deja quieta su carrera en el escalafón. Están felices. Van entendiendo lo que quieren mientras caminan, lo van perfilando. Y por gravedad, poco a poco se les van adhiriendo un montón de muchachos inteligentes, camajanes despistados, hijos de papi, sicópatas, poetas, pintores, unos en plan de cambiar la vida, o al menos cambiar la propia, los otros porque aspiran a divertirse o a saquear las carteras de sus admiradores. Pronto los nadaístas forman con todo y patos (y pathos) una cuadrilla escabrosa para la pacata norma parroquial.
Eduardo Escobar