Samuel Ceballos y
Gonzalo Arango en San Andrés
De Samuel siempre me impresionó la estampa marinera. Muy joven, cuando se daba ínfulas de conquistador filibustero con su rubia mujer andando para acá y para allá en el archipiélago —cuando era paraíso—, apenas lo observaba y lo envidiaba porque decían que era poeta y porque ya la barba larguísima agitada y acolorada a lo vikingo por la brisa, lo hacía parecer a Erick el rojo, a Simbad el marino, a personaje de la Isla del Tesoro, o al argonauta Nadie amarrado a un mástil, con sus oídos taponados para que el canto de las sirenas no lo incitara a zambullirse en océanos deslumbrantes, cuyos siete mares navegó a veces con calma y en otras con premura, buscándose a sí mismo.
Ignacio Ramírez