Darío Lemos, Eduardo Zalamea, Eduardo Escobar, Juan Manuel Roca y Jotamario Arbeláez frente al Planetario en Bogotá, 1972. Foto © Rogelio Daraviña.
Tampoco la música fue nuestro reino, a pesar de haber tomado al público de sorpresa por los oídos, porque el mundo da más vueltas que un long play. Algunos extremistas derivaron su furia atacando a los burgueses donde más les dolía: corrompiendo a sus hijos por detrás de los guardaespaldas. Otros desvalijando la colección de terracotas asirias de sus anfitriones espléndidos. Los más osados se hicieron a un revólver y una beca en el monte. No pocos pidieron asilo en los sanatorios mentales. Pero el equilibrio, perfecto, porque el Nadaísmo es de Libra, por un nadaísta que tosía de inanición debajo de un puente había otro que apostaba a la ruleta los anillos de una herencia; por un nadaísta que se espulgaba en un calabozo había otro que nadaba en champaña en las fuentes de la mafia; por un nadaísta que hacía las paces con Dios había dos conectados con el Anticristo; por un nadaísta que dejaba a la mujer había otro que dejaba la suya; por un nadaísta casto había una mano de nadaístas arrechos; por un nadaísta que tomaba la senda de los ermitaños había otro que rodaba las autopistas, la bufanda de seda al viento por la ventanilla de un Cadillac. Y todos eran igualmente fieles al Nadaísmo, el pan del insomnio. Porque los nadaístas no habían hecho nunca votos de pobreza ni de riqueza, voto de castidad ni de incontinencia, voto de santidad ni de satanismo, voto de nada. Y porque todos en sus duras y en sus maduras, mantenían vivita y coleando la pasión de escribir para cerrar la puerta a la muerte y espantarla con una escoba.
Jotamario Arbeláez
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